07 Mar Los primeros textos de enseñanza para el examen de pasantía de los albéitares españoles
2004-12-15Laura PeñaFernandez
INSTITUTO DE ESPAÑA
REAL ACADEMIA DE CIENCIAS VETERINARIAS
LOS PRIMEROS TEXTOS DE ENSEÑANZA PARA EL EXAMEN DE PASANTÍA DE LOS ALBÉITARES
ESPAÑOLES
Discurso leído el 12 de Enero de 2005, EN EL ACTO DE RECEPCIÓN PÚBLICA COMO ACADÉMICO DE NÚMERO POR EL EXCMO. SR. PROF. DR. D. MIGUEL ÁNGEL VIVES VALLÉS
Y DISCURSO DE CONTESTACIÓN A CARGO DEL ACADÉMICO DE NÚMERO EXCMO. SR. DR. D. VICENTE DUALDE PÉREZ
MADRID 2005
A mis padres Ángel y Montse: por quienes casi todo me fue dado incluso su presencia constante.
Excmo. Sr. Presidente,
Excmos. Sres. Académicos,
Señoras y Señores,
Amigos.
Es para mí una gran satisfacción tener la oportunidad de comparecer hoy en esta docta institución, para satisfacer la obligación que asumimos de pronunciar el discurso de recepción como Académico de Número, ya que los Sres. Académicos integrantes de esta corporación han tenido a bien dispensarme su confianza, otorgándome los créditos necesarios para acceder a esta nueva posición dentro de la Real Academia de Ciencias Veterinarias.
Parece ocioso, aunque no lo sea para mí, manifestar la íntima satisfacción personal que me produce el haber sido admitido en tan selecto club, que alberga a casi todas las más granadas personalidades de la Veterinaria Española, cuyos nombres, y a menudo obras, hemos leído ya desde nuestra etapa de estudiante, convencidos de la enorme e insalvable distancia que entonces nos separaba tamaño abismo de renombre profesional, prestigio científico y relevancia social. Por ello, y aunque el abismo persista, me resulta extraño que muchos de ellos estén ahora tan cerca como para poderlos tocar. Y todo ello, debo decir, no es sólo gracias a mis méritos, si los hubiera, sino al empuje, al ímpetu, a la dedicación y al apoyo prestado en todo momento principalmente, pero no sólo, por dos maestros de la historiografía veterinaria y destacados Académicos de esta Real Academia, los doctores D. José Manuel Pérez García y D. Vicente Dualde Pérez, o D. Vicente Dualde Pérez y D. José Manuel Pérez García, que tanto monta.
En su caso, la antedicha condición abismal se trocó rápidamente en calurosa atención y casi prohijamiento en lo científico, ya que su extraordinaria valía en las tareas historiográficas de la veterinaria nos ha guiado muchas veces en el cómo y el qué de nuestra actividad como historiador de la veterinaria, y siempre han sido ejemplo de trabajo meticuloso, constante y esclarecedor. A ellos dos les debemos desde nuestro acceso como Académico Correspondiente hasta el máximo apoyo hacia nuestro nombramiento como Académico de Número. Sin duda es gracias a ellos que estamos aquí. Y por ello quiero hacer público mi reconocimiento y mi deuda para con ellos, además de mi agradecimiento por distinguirnos con su trato y amistad continuados.
No sería ni justo ni adecuado protocolariamente cerrar aquí el apartado de agradecimientos sin referirme a los Sres. Académicos que en su momento me manifestaron su apoyo de distintas formas, y especialmente a través de los votos necesarios para hacer posible mi ingreso. Tampoco lo sería el olvidarme de todas aquellas personas que a lo largo del tiempo han dejado su impronta en mi persona, comenzando por mis padres, modeladores iniciales de una determinada forma de ser, educadores de una concreta personalidad y financiadores de unos bienes culturales que a la postre le permiten a un cuál llegar a ser un quién. De su trabajo a lo largo del tiempo y de su cobertura afectiva y emocional, a modo de mimbres, se confecciona esta persona, a modo de cesto, que les habla ahora. Espero que mi desarrollo como persona les haya resultado siquiera medianamente satisfactorio. Tampoco puedo olvidar a profesores y maestros cuyo trabajo me ha enriquecido en lo profesional y cuya actitud me ha educado en lo vital. También ellos han contribuido en mayor o menor grado a modelar e integrar las distintas partes de mi persona y a conformar un reservorio de conocimientos a transmitir, de manera que, en realidad, no somos más que otro eslabón de una larga cadena de enseñantes templada en la forja del acierto-error.
Qué decir de mis amigos, escasos como todo lo bueno, pero persistentes y firmes cual roca basáltica, que colman mi vida de afecto, de calor, de atenciones, de relación, de intercambio y que justifican mi faceta como animal social. Su contacto y su calidad me enriquecen y afectan como ser humano y me permiten madurar y mejorar positivamente cada día, conformándome cada minuto como el agua a la roca, como el viento a la montaña. Ellos son el soplo de aire fresco de la mañana. Por último cronológicamente, pero no en importancia, quiero incluir en el apartado de agradecimientos el reconocimiento a mi esposa y compañera, y en este caso se trata de un gesto cuyo contenido ha de quedar forzosamente limitado al estrecho margen que imponen las palabras escritas, que difícilmente pueden impregnar un texto de colores, aromas, estremecimientos o sensaciones que se viven pero que raramente somos capaces de describir. Compartir la vida, libre y voluntariamente, con una persona como ella a lo largo de la mayor parte de mi existencia, depara toda la gama imaginable de sentimientos, experiencias, vivencias y situaciones, y sin embargo su individualidad, su especificidad, excita diariamente el deseo de explorar un universo tan rico, tan extenso, complejo y profundo que en realidad es imposible de conocer, al igual que el galgo en el canódromo no deja de perseguir la imagen de una liebre que nunca podrá atrapar. Su compañía, su dedicación, su manera de ser, su apoyo, su crítica, su capacidad, sus manías, sus deseos, todo en fin, lo percibo como un regalo de la madre naturaleza. Regalo que procuro conservar cada día, convencido de que los regalos buenos a menudo son excesivos, especialmente si no los mereces. Por ello la gratitud ha de ser forzosamente mayor.
Y deseo proseguir haciéndoles partícipes de otra parte de mi satisfacción por incorporarme a esta institución no como cirujano, que es mi ocupación actual, lo que a primera vista parecería más propio, y no sé si más fácil –a su discreción dejo esta opinión-, sino como historiador de la veterinaria, afición que comenzó hace más de veinticinco años a partir de un libro antiguo que me regaló un buen amigo librero y que despertó en mí el ansia de posesión que caracteriza a todo buen bibliófilo, y que habría de desembocar en la utilización de tan preciosos materiales en beneficio de mis ocios y aficiones. De aquí al conocimiento de quienes ya llevaban años manteniendo viva esta faceta nuestra de la historia de la ciencia, no hubo más que un paso. Y de allí hasta aquí, a través de la relación con personas que no sólo no me agotaban la vida sino que me la ensanchaban, mediante congresos, reuniones, discusiones, búsquedas, tesis doctorales y todo tipo de intercambios siempre interesantes, siempre enriquecedores. Por ello manifiesto aquí mi alegría por haber tenido la posibilidad de desarrollar otra de las facetas, de las muchas posibles, que cada ser humano alberga en su ser, y que en mi caso me permite enriquecerme más allá de la, a menudo limitante, faceta estrictamente profesional, que puede colmar a muchos pero no necesariamente a todos. Una personalidad adobada de una cierta rebeldía nos ha proporcionado un escaso instinto gregario, lo que nos ha inducido a transitar por trochas culturales y senderos científicos, o bien poco hollados, o bien lejanamente abandonados. Y no se trata, como más de una moda investigadora al uso, de buscar la excelencia a través de la falta de competencia externa, sino de contentarse y ser feliz con lo que otros no valoran, o no quieren, a menudo por simple desconocimiento, por ceguera o por falta de perspectiva.
Nuestra época, la que nos ha tocado vivir, se caracteriza por un utilitarismo vehemente, que trata de imbuirnos de axiomas como: “aquello que no se usa no vale y, por tanto, se tira”. Sin embargo, también se puede vivir de lo que los demás tiran o no usan. Y a quienes nos gusta la historia de la veterinaria, que da la sensación de que no se usa y por tanto no vale, somos felices con una actividad tan científica (si se hace bien) como cualquier otra, tan útil para comprender el presente como pocas, tan atractiva para aquellos desconocedores que se acercan por primera vez como la literatura o el cine, y tan denostada por los iletrados que nos permite, a menudo, imaginarnos de una casta especial, de individuos estrambóticos, habitantes de una paradisíaca isla alejada de las rutas comerciales, pero felices a su albur.
Produce sonrojo a cualquiera mínimamente letrado, contemplar el penoso espectáculo de aquellos quienes utilizan la historia de la veterinaria como adorno artificial, en aquellos casos en que deben comparecer ante público variopinto, y lo hacen con peroratas pseudohistóricas, obtenidas copiando, mal, trabajos infames de otros co-iletrados, peor hilvanados y deficientemente pergeñados.
Pero estos mismos son los que permiten e incluso alientan que una materia fundamental en el currículo del veterinario como es su propia historia profesional, el “de dónde venimos” o “quiénes somos”, siga inexplicablemente ausente año tras año, década tras década, en beneficio de materias técnicas según los grupos de presión dominantes en cada momento, pero inexorable y a menudo rápidamente obsoletas. Debemos reivindicar el valor de la historia de la ciencia como herramienta formativa de primer orden, no sólo para el aspirante a veterinario sino para toda aquella persona que aspire a entender su propio tiempo como profesional. Es digna de conmiseración esa miopía que califica estúpidamente la historia de la veterinaria como quehacer de jubilados (improductivos, por tanto), de viejecitos o de desocupados; tarea cuya utilidad o aplicación es puramente ornamental, hueca, insustancial, carente de interés. Opiniones que en todo caso dicen mucho de quienes las sostienen, y sin embargo, tan extendidas aún.
Bien conocemos, aquellos que nos dedicamos a estos menesteres, que muchos de los adelantos científicos del ser humano a lo largo del tiempo, lejos de ser reconocidos y puestos en práctica rápidamente, suelen ser denostados, arrumbados y olvidados durante décadas o incluso siglos, hasta que mucho después alguien los saca a la luz, citando o no (lo que suele ser más corriente) su procedencia.
En todo caso, permítasenos esta pataleta reivindicativa, una de tantas, cuyo resultado bien que barruntamos no será otro que el de las quejas y lamentos proferidos antes por maestros más cualificados. Así, el propio Laín Entralgo ya proponía[1] contra “la marea universal del tecnicismo puro” que anega las enseñanzas universitarias, que cada Facultad de Ciencias instaurase una cátedra de historia de la disciplina y otra dedicada a su teoría y epistemología, idea tampoco original, puesto que el propio Ortega ya la propuso muchos años antes, en forma de “Facultad de Cultura” para cada Universidad. Decía Laín, con todo fundamento, que para ser algo más que un ganapán adocenado, el licenciado de una carrera científica o técnica debería estar en disposición de responderse en profundidad a preguntas como “qué”, “para qué” o “desde cuándo”, extendiendo su disciplina a la filosofía, la antropología y la historia de su especialidad. Sin olvidar sus representaciones artísticas o su tesoro lexicográfico.
Más tarde y más tajante se muestra el profesor López Piñero[2] cuando nos avisa de la tendencia semejante al resto del mundo occidental y que en nuestro país se manifiesta por el incalificable hecho de la desdotación de la cátedra que ocupaba el profesor Laín Entralgo y la conversión del Instituto que fundó en una sección del Centro de Estudios Históricos. Indica además toda una serie de hechos desalentadores que sólo pueden llevar a la frustración y la postergación de los cultivadores de la historia de la ciencia. Pero, y a pesar de todo, nuestra afición no ha de decaer, seguiremos empujando imbuidos de la tozudez baturra, entendida al buen decir de Ramón y Cajal como la voluntad al servicio de una idea.
“Praeteritorum oblivisci denuo repetere” A modo de prólogo
El trabajo que pretendemos desarrollar en este día versa sobre el estudio de los primeros textos de enseñanza para el examen de pasantía de los albéitares españoles. La elección de este tema se basa en nuestro interés por el estudio y desarrollo de los medios de enseñanza empleados en la formación académica y profesional de nuestros antecesores los albéitares, frente a los sistemas de enseñanza actuales que vivimos –y a menudo sufrimos- cada día.
Nos interesa conocer cuál era el sistema de enseñanza anterior a la institucionalización de los estudios oficiales de veterinaria en 1793, con el establecimiento de la primera Escuela de Veterinaria en Madrid.
Para ello pretendemos conocer el mecanismo seguido para el examen de pasantía, tenido como imprescindible para el ejercicio profesional del albéitar. El método de aprendizaje seguido generalmente por los aspirantes a albéitares, así como los materiales didácticos empleados, con sus diferentes peculiaridades y su variación a lo largo del tiempo, basándonos en un análisis crítico de los mismos. Y todo ello, en la medida de nuestras posibilidades, estudiado desde la comparación y analogías con el resto de profesiones sanitarias en España.
Para alcanzar estos objetivos hemos indagado hasta los posibles inicios de la profesión veterinaria en nuestro país, que, como fácilmente se puede colegir, no presenta ni fechas claras ni documentación contrastable. Hemos estudiado también la producción historiográfica relacionada con temas similares en otras profesiones, especialmente en lo referido a la medicina humana. Posteriormente hemos localizado los principales textos consignados en la bibliografía veterinaria española durante los siglos XV y XVI, a través de la búsqueda de obras originales y ediciones facsimilares. Analizando y anotando sus contenidos, con especial énfasis en la propia declaración de intenciones de los autores, cuando así era referida en sus prólogos. Tras el detenido estudio de sus contenidos, hemos tratado de establecer el esquema de trabajo de los mismos y su comparación a lo largo del tiempo.
Con todo ello hemos tratado de obtener unas conclusiones que nos ayudasen a sobrellevar nuestro trabajo cotidiano como docentes, que un día entendimos como actividad vocacional, en unos tiempos de absoluta masificación, debido a una enseñanza subvencionada y prácticamente gratuita, al alcance de todo el mundo y en un contexto social donde estudiar la profesión veterinaria en una universidad española de clara inspiración napoleónica –y por ello mismo de pura capacitación profesional a través del título oficial- se pretende combinar con el tipo humboldtiano de universidad investigadora y esencialmente formadora del alumno. Claro está que de semejantes tensiones sólo pueden derivarse manifestaciones esquizofrénicas del sistema, que llevan a hacer coexistir varios planes de estudios diferentes en un mismo centro docente y que ponen en movimiento reforma tras reforma sin que se atisbe el menor indicio de lo que realmente se pretende. De esta forma, y en resumidas cuentas, nos gustaría saber si aquella forma de enseñar, desde luego más individualizada, podría ser considerada –aparte de los anacronismos- mejor o peor en relación a los resultados obtenidos.
Este ha sido nuestro intento y ahora pasaremos a explicarlo detalladamente.
Los inicios de la veterinaria como profesión
De los diferentes trabajos de historia que podemos consultar se extrae la idea clara de la actividad preveterinaria de cuidado, conservación de la salud y mantenimiento de un cierto grado de salud de los animales domésticos, desde que el hombre consiguió domesticar las distintas especies conocidas.
En este sentido, parece evidente la necesidad de conservar unos animales que representaban una posesión interesante, ya sea como fuerza de trabajo, como reserva de carne, como sistema de transporte, o incluso como signo visible de posición social (tal y como se mantiene en determinadas sociedades tribales africanas e indonesias).
Aquellas personas que deben atender los animales, en razón de su proximidad y el tiempo utilizado en su contacto, desarrollan una capacidad de observación que, por mínima que sea, a lo largo de un periodo de tiempo prolongado les familiariza con el comportamiento normal de una o varias especies en lo que se refiere a manejo, alimentación, reproducción, etc. Y por extensión, a través de la observación, son capaces de apreciar las diferencias con el comportamiento normal, en cuanto se trate de procesos patológicos, ya sea externos (muy fáciles de observar) como traumatismos, heridas, fracturas, parásitos, etc. Y también los internos, mucho más difíciles de apreciar cualitativamente, y sin embargo evidentes a través de sus manifestaciones (diarreas, vómitos, anorexia, depresión, “mal pelo”, decoloraciones, postración, caquexia, etc.).
De esta forma, y en una etapa pretécnica, simplemente a través de la observación se puede elaborar toda una guía de manejo que a buen seguro quienes trabajaban como pastores, por ejemplo, no sólo han tenido siempre en mente sino que han transmitido oralmente de los mayores y más experimentados a los jóvenes e inexpertos. De la apreciación de enfermedad a la aplicación de remedios de todo tipo no hay más que un paso, observando el propio comportamiento del animal enfermo, por una parte, y por analogía con el propio ser humano, así como los efectos de una u otra acción sobre el enfermo. Buena prueba de ello persiste en la folkveterinaria actual. Por supuesto, estas ideas las podemos aderezar con la consabida influencia religiosa que en cada momento cronológico, con cada civilización y cultura, ha tratado de asimilar todo lo que no entendía a través de la explicación basada en todo tipo de dioses, maleficios o actuaciones mágicas.
Pero, para no apartarnos del camino trazado, sí conviene tener en cuenta que posiblemente habrá habido personas que, de una u otra forma, se han ganado el sustento a partir de sus conocimientos sobre los animales domésticos, o con otros animales no domésticos pero de empleo en tareas específicas, como por ejemplo las aves de cetrería o los perros de caza. Buena prueba de ello la tenemos con los casos, cientos de veces citados[3], del código de Hammurabi, o del primer veterinario Ur-Lugal-Edinna, que demuestran fehacientemente la actividad remunerada que constituyó la medicina animal desde hace miles de años.
Por lo tanto, nos parece suficientemente demostrada la presencia de individuos cuya actividad principal fue el cuidado de los animales, para sí mismos, o lo que era más frecuente, para otros señores de superior riqueza. Y todo ello a lo largo de miles de años y en diferentes civilizaciones.
Naturalmente, a partir del siglo VI a. de C., considerada como la época de inicio de la denominada etapa técnica de la medicina, se desarrolla una manera más ordenada, metódica y sistemática de abordar la salud y la enfermedad, tanto en el hombre como en los animales, lo que tendría su reflejo en las conocidas obras sobre hipiátrica y buyátrica, con lo cual la perpetuación de los conocimientos, hasta ahora realizada únicamente mediante transmisión oral, se agranda y aumenta exponencialmente. Los conocimientos de medicina animal se conservan, se transmiten, se critican, pulen y perfeccionan paulatinamente, conectando con el periodo imperial romano.
Tales conocimientos habrían de quedar recogidos en el imperio romano de oriente, a partir de las invasiones de los pueblos del norte de Europa, cuyos saberes con respecto a la medicina animal habían de ser otros que no conocemos, pero de transmisión oral exclusivamente, suponemos, ya que no se han conservado.
La invasión del imperio romano por los denominados “pueblos bárbaros” trajo consigo un hecho que variaría sustancialmente la evolución de la veterinaria futura. Así, una de las causas, entre otras, del éxito de estas invasiones fue un ejército muy numeroso, basado en la caballería, con una extraordinaria movilidad y dotado de un arma mortífera[4], unas bandas de hierro adosadas al casco de sus caballos mediante clavos, que actúan como armas durante el combate y permiten desplazamientos rápidos y prolongados sin desgaste de los cascos. Además cabalgaban con estribos de hierro que les permitían una gran movilidad sobre el caballo. De esta forma, y siguiendo a Abad, se puede colegir sin gran esfuerzo que al formar parte del armamento, era el propio jinete (que con el tiempo devendría en “caballero” visigodo) quien tenía la necesidad de “armar” su montura, herrando él mismo a su propio caballo, lo que entroncaría después en la tradición del caballero medieval y que se reflejaría documentalmente, mucho más tarde, por ejemplo en las Partidas de Alfonso X el Sabio, donde se contienen obligaciones del caballero relativas al cuidado del caballo, incluido el saber forjar y herrar a su animal, como el propio caballero andante don Quijote recuerda que los de su condición, entre otras muchas cosas, han de saber “herrar un caballo y aderezar la silla y el freno”[5]. Algo, desde luego, a todas luces lógico.
Sin embargo, en la península ibérica se habían de dar unas condiciones especiales que, a nuestro entender, harían florecer la veterinaria como en ningún otro lugar de occidente. Por una parte, la ocupación visigoda desde el siglo IV que se había de hibridar con la romanización, dando unas tradiciones en cuanto a la veterinaria donde el caballo tiene un gran valor, y por lo cual encontramos una organización propiamente feudal donde al servicio del rey o de los nobles hay un caballerizo (condestable, conde de establo al servicio directo del rey, y en igualdad de condiciones al mayordomo, chambelán, copero, etc.) cuya misión es la de dirigir y coordinar los aspectos relativos a los caballos del rey y su corte. Para ello dispone a su servicio de los conocidos como “manescales, menescales o mariscales”, cuyas actividades conocemos pues fueron recogidas en las Ordenaciones de Pedro el Ceremonioso[6], y que consistían en cuidar de los caballos y de los establos reales, su acondicionamiento, alimentación y tratamiento de los caballos enfermos. Además tenían encargado el adiestramiento de los caballos, incluyendo su doma y enfrenamiento, para lo que disponían de ayudantes, palafreneros y herreros. Si bien en un inicio el mariscal es el responsable y organizador de las cuadras reales, con el tiempo será una denominación que se aplicará a quienes hierran y cuidan de los caballos, especialmente en la Corona de Aragón. Esto explica la separación inicial entre herrador y médico de caballos[7].
De esta manera, sólo quienes disponen de caballos (caballeros) son los que entienden de équidos, y por ello suelen ser los nobles los que escriben tratados sobre medicina, como es el caso en nuestro país de Mosen Manuel Dies, mayordomo del rey don Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón[8]; del propio trabajo de Álvarez de Salamiella o, al igual que había ocurrido en el resto de Europa siendo una de las más citadas, la obra de Jordano Rufo “De medicina equorum”, publicada en 1250 por encargo de Federico II Hohenstauffen, rey de Sicilia.
Por lo tanto, y en resumidas cuentas, desde el norte de Europa y hasta los Pirineos, el herrado y unas leves nociones de medicina de los caballos quedan anclados y sin grandes variaciones, lo que lleva a afirmar erróneamente a algunos autores recientes[9] que la herradura de clavos se importa de oriente al final del siglo IX, cuando los herreros aprenden a herrar y colaboran con aquellos que los cuidan y curan, naciendo el mariscal que se manifestará a partir del siglo XIII, a partir de lo que se puede hablar de hipiatría moderna.
Precisamente en la península ibérica se da la circunstancia de un encuentro entre dos culturas diferentes, la europea occidental representada por los visigodos, similar a la del resto de Europa hasta el siglo VIII, y la musulmana, que va a aportar toda la sabiduría grecolatina transferida por el imperio bizantino, y que traslada todos los saberes acumulados sobre la medicina animal basados fundamentalmente en los conocimientos recopilados por Hipócrates y Galeno. Y aumentada por la práctica y el estudio posterior. La cultura musulmana dispone ya de médicos de animales, no sólo de caballos sino también de otras especies domésticas, y su estructura social no es la feudal, por lo cual la utilización del caballo y las mulas (sobre los que no hace distinción) es más amplia dentro de la sociedad, y su nivel cultural y de desarrollo económico es muy superior al de los europeos de allende los pirineos.
Precisamente de los encontronazos y relaciones surgidos durante la larga época denominada de la reconquista de la península, gracias a los flujos y reflujos de personas y al asentamiento de mudéjares en territorio cristiano, se derivará el hecho de una forma de entender y practicar la medicina de los animales que no tendría parangón en ningún otro lugar de Europa.
Así, en contra de lo expuesto por otros[10], se pueden encontrar magníficos ejemplos de textos puramente médicos que incluyen no sólo medicina y recomendaciones sobre el herrado adecuado, sino un auténtico tratado de albeitería[11] escrito por Abú Zacaría en la más pura tradición geopónica griega, escrito hacia 1150 y con dos capítulos que encierran un breve tratado de albeitería, con capítulos referidos al herrado, al endurecimiento de los cascos, cura de enfermedades y remedios, sangrías, etc.
De esta forma, hay noticias suficientes del aprecio que los reyes cristianos tenían hacia los reputados albéitares musulmanes, incluso bien avanzada la reconquista, como el caso que refiere Ferragud[12] con la saga familiar Bellvís de Valencia, que sirvió durante varias generaciones hasta a tres reyes aragoneses (Pedro III: Farig de Bellvís; Juan I: Ovecar de Bellvís; y Martín el Humano: Alí de Bellvís).
Los señores feudales y sus familias, especialmente los que en razón de sus servicios al rey han obtenido grandes propiedades y señoríos, necesitan de la ostentación de atributos externos que incluyen caballos vistosos, caros, comprados a otros señores y cuyo valor requiere una especial atención y cuidado. Lo mismo ocurre con las artes venatorias (perros de caza y aves de cetrería). Y, los más ricos, incluso animales exóticos (leones para los reyes, papagayos, monos, etc.). Todo esto requiere personas expertas en su cuidado, cuya consideración social y estima irán creciendo paulatinamente.
Lo mismo ocurre con los muy buscados esclavos y cautivos sarracenos que practicaban la albeitería, alcanzando mayor fama que sus mismos dueños, y algunos consiguiendo ser libertos por ello.
Además, el propio término albeitería habría de quedar fijado en España para designar a los veterinarios de entonces[13], denominación que llegaría hasta el final del siglo XIX.
Pero, en el paso de la Alta a la Baja Edad Media (siglos XI al XIII), asistimos en la Europa latina al desarrollo de una sociedad cada vez más urbana, con una mayor concentración de ciudadanos, donde las actividades mercantiles adquieren una mayor importancia y se precisan cada vez más profesionales especializados y diferenciados que presten sus servicios a una población, que ya no sólo se divide en nobles y siervos, sino que hay burgueses, comerciantes, artesanos, etc.
El laboreo agrícola cambia drásticamente, se desbrozan vastas áreas de bosque y se utiliza profusamente la tracción animal para producir más y mejor en el campo, a través del uso de aperos agrícolas de hierro en lugar de la madera. Se requiere, pues, atención al herrado y a la salud de los solípedos. Ya no sólo en casa de los caballeros y nobles; los siervos, los pecheros también necesitan este tipo de servicios para trabajar, producir y transportar sus productos a las ciudades, de importancia creciente.
De esta forma, los herreros y ferradores empleados en abundancia durante el avance de las campañas de la reconquista, a veces permanecen en las ciudades tomadas, o bien se instalan en los pueblos colonizados que van surgiendo, y paulatinamente se van enriqueciendo de los conocimientos aportados por la albeitería árabe. Ya no es un herrero sino un herrador, y luego maestro herrador; finalmente se acabarán denominando maestro herrador y albéitar.
En este ambiente nacen los “Estudios Generales”, universidades que van a fabricar una élite escasa de médicos, teólogos y juristas, con un sistema de enseñanza especializado. Ya no sólo está el tradicional sistema de enseñanza del maestro al discípulo, sino que asistimos a una forma nueva de enseñanza, estructurada, con textos y grados alcanzables a través del examen.
A la par, la organización municipal va dotando paulatinamente de servicios a sus ciudadanos, de modo que se ofrece al habitante de villas y ciudades desde la enseñanza de las primeras letras, con el revolucionario acceso de muchos hijos de artesanos y mercaderes a la capacidad de lectura y escritura, hasta un cierto sistema sanitario donde el propio concejo se encargará de contratar diferentes tipos de profesionales de la sanidad (sanadores) que comprendían desde el físico (de estudios universitarios) al cirujano romancista, incluyendo barberos y sangradores, boticarios y, en la parcela que nos ocupa, también albéitares, generalmente maestros herradores y albéitares[14]. De manera que es la propia sociedad la que va a demandar profesionales cualificados, capaces de dar servicios a cambio de una determinada remuneración. Y en esta época va a ser difícil distinguir al herrador, capaz de colocar herraduras y atender algunas enfermedades del caballo, del albéitar, que en sentido inverso va a ser mucho más médico de animales que herrador, pero que por su especialidad va a ser un profesional mucho más escaso que el herrador.
El sistema de enseñanza de la veterinaria
Por lo que se refiere al modo de transmisión de los conocimientos necesarios para practicar la medicina de los animales, en especial la de los équidos, incluyendo por supuesto el herrado, parece razonable pensar que esas mismas personas habilidosas y despiertas en el trato con los animales podían transmitir oralmente sus conocimientos a los más jóvenes, que les ayudaban inicialmente y que realizarían posteriormente su trabajo. Generalmente se trataba de ocupaciones desarrolladas dentro del ámbito familiar y que se pasaban de padres a hijos (o a otros familiares o personas cercanas).
El método de aprendizaje por simple imitación es sencillo y está extendido incluso entre otras especies animales (simios, cetáceos, félidos, cánidos, etc.), de modo que con tiempo y experiencia se obtienen buenos resultados, simplemente con la repetición, y mejorables con ciertas dosis de innovación y practicidad.
Lo mismo va a ocurrir con ferradores y menescales en los establos de los nobles, pero con la salvedad de hallarnos en un ambiente cultural más refinado y con mayores oportunidades (aumentadas a lo largo del tiempo) para disponer de una cultura médica basada en los conocimientos galénicos, que la circulación de las ideas escritas comienza a producir. De esta forma, una ocupación selecta se transmite a unos pocos (predominantemente familiares, pero no sólo) por la misma vía de la práctica y la enseñanza oral, pero adicionada y mejorada con la lectura de obras médicas de la época. De igual modo, y en todos los ámbitos profesionales, encontramos un concepto novedoso cual iba a ser el prestigio profesional, que hace que determinados profesionales sean requeridos por quienes más pueden pagar por sus servicios. A su vez, el prestigio alcanzado encarece no sólo la prestación de servicios sino también la transmisión de conocimientos, ya que no es interesante enseñar a cualquiera todo lo que se sabe, porque en tal caso se perdería el monopolio de la exclusividad.
Pero, como hemos dejado anotado antes, los municipios, villas y ciudades deben proporcionar a los ciudadanos ciertos servicios, entre los cuales estarán los de herradores y albéitares. De hecho, se tiene constancia escrita de la contratación de mariscales en la Corona de Aragón, a cargo de los ayuntamientos, desde el último tercio del siglo XIV[15]. Hay, pues, motivo para consolidar y ampliar una profesión, que permite vivir de ella y alcanzar un cierto nivel económico y social.
La agrupación de dichos profesionales para organizar su trabajo, tratar de monopolizar su actividad y defenderse del habitual intrusismo, llevará a los herradores y albéitares a agruparse, primero en cofradías y luego en gremios, lo que finalmente habrán de representar los colegios profesionales en nuestros días. Con el tiempo, la organización social permitirá preparar, redactar y conseguir que sean aprobadas unas normas de actuación, incluida la propia enseñanza, así como el reglamento que regula su actividad, salarios y los propios requisitos para ejercer la profesión, blindándose de esta manera y consiguiendo teóricamente un monopolio de hecho.
Diversos trabajos[16] ponen de manifiesto la escasez de albéitares aún en el siglo XIV, como se demuestra en la campaña de la Corona de Aragón en Italia. Esto favoreció el que proliferaran todo tipo de sanadores animales, con los resultados que se pueden colegir, hasta que llegase la obligación de examinar a distintos profesionales de la salud (físicos, cirujanos, barberos y boticarios, además, claro está, de los albéitares).
Para comprender el sistema de enseñanza que se iba a seguir por los albéitares es preciso que volvamos la vista atrás y observemos, una vez más, el sistema seguido en la España musulmana y descrito por García Ballester[17]. Se trataba de un sistema de enseñanza-aprendizaje propio del artesanado bajomedieval, y que iba a ser ampliamente utilizado en las ocupaciones relacionadas con las profesiones sanitarias (en concreto: médicos, cirujanos, barberos, algebristas, boticarios y albéitares). Fundamentalmente consiste en la convivencia diaria del aprendiz joven, que acompaña al maestro a lo largo de su trabajo, ayudando, observando, escuchando, y con el tiempo anotando las observaciones del maestro, las suyas propias o las procedentes de consultas y/o discusiones entre albéitares.
En general, podemos considerar que el trabajo del maestro se centraría en tratar de explicar los mecanismos de producción de la enfermedad (patogenia), basados en los conocimientos galénicos, y que explicarían la sintomatología apreciada durante la exploración (propedéutica). En función de esa fisiopatología humoral se indicaría un determinado pronóstico, así como la aplicación del correspondiente tratamiento (terapéutica), que incluía casi siempre un régimen alimenticio determinado. A buen seguro, y al igual que ocurre ahora, son los tratamientos los que con más interés apuntaría el aprendiz, con la finalidad de recopilar su propio recetario y, como ahora, pasando por alto la importancia de un adecuado diagnóstico antes de la aplicación del tratamiento.
Con el paso del tiempo (4 a 6 años) el aprendiz se convertía en oficial, y éste llegaba a colocarse en disposición de llegar a ser maestro reconocido y poder ejercer además de enseñar, a través de un sistema de exámenes de los que luego nos ocuparemos. En general había exámenes que permitían ejercer en un determinado municipio, en zonas más amplias e incluso en reinos completos o finalmente en toda la península, tras la creación del tribunal del Protoalbeiterato. En todos los casos, y también no muy lejos de lo que ocurre ahora, había un factor de prestigio profesional basado en la práctica diaria y en los éxitos o fracasos obtenidos, que condicionaba desde los emolumentos hasta el prestar servicios profesionales a tal o cual señor, pasando por la posibilidad de tener más o menos aprendices a su cargo (y recibiendo por ello, igualmente, la adecuada remuneración). Así, se llegaría a recabar los testimonios de los pacientes que habían sido curados, mediante un documento notarial originalmente llamado iyaza en la España musulmana, y que García Ballester castellaniza en ichaza, que recoge oficialmente el buen hacer del profesional, junto con el testimonio del maestro o maestros con los que había aprendido y que comprendía desde los años invertidos, la experiencia obtenida o las obras estudiadas, y de alguna forma era la licencia que acreditaba los conocimientos de un determinado profesional en un ambiente dominado por charlatanes, intrusos y falsarios de todo tipo.
Ese mismo tipo de documento sería presentado después ante el tribunal que debía examinarlo para conceder la posibilidad de ejercer en un lugar determinado, por más que tuviera la aprobación de un tribunal de otro lugar u otro reino, y que acabaría al instaurarse el tribunal del Protoalbeiterato antes mencionado.
La formación del futuro albéitar
Por lo que se refiere a los aspirantes a la profesión de albéitar, como ya hemos avanzado antes, debemos partir de la base que, para asegurar un modelo cuasi monopolístico, o en todo caso con escasa competencia, y que permita una progresión económica y social de los albéitares establecidos, era precisa una cierta restricción en el acceso de aspirantes. Y esto se podría alcanzar de determinadas maneras:
– La proliferación endogámica. Se basa en favorecer el acceso a familiares o hijos de albéitares. Algo fácilmente comprobable en la documentación actualmente disponible[18].
– La formación de aspirantes venidos de otros lugares, y con un compromiso de retornar a sus lugares de origen después de la formación del futuro albéitar. Algo que, como vemos, sigue ocurriendo ahora, pero en el postgrado.
– La eliminación mediante normativa de una importantísima fuente de albéitares: los musulmanes, ya sean libertos o esclavos (cautivos).
Por lo tanto, el sujeto que ingresaba como aprendiz reunía una serie de características variables:
– Edad entre 6 y 20 años, en dependencia de si era hijo de la familia o extraño (en ocasiones, hijos de agricultores más humildes).
– Del mismo lugar que el maestro (en caso de familiares o hijos de otros albéitares), o bien de lugares distintos.
– Siempre sabía leer y escribir, como ya se ha indicado, facilitado por las escuelas municipales[19] e incluso mandado fehacientemente en algunos textos[20], lo cual es razonable debido a que se precisaba leer textos, escribir sus apuntes y saber llevar libros de cuentas, de clientes y deudores, y escribir, a menudo, recetas.
– Ingresaba con una serie de tareas también variables, que podían incluir desde sólo el aprendizaje hasta el servicio doméstico, con o sin determinado salario incluido.
Además, hay que considerar el hecho, puesto de manifiesto en las ilustraciones de Álvarez de Salamiella, de que el albéitar necesitaba varios ayudantes (aprendices) en razón de su trabajo, lo que se ha demostrado documentalmente[21], y que nos induce a pensar que la vida del aprendiz en absoluto debía considerarse como solitaria o con falta de relación entre otros aprendices, oficiales, etc.
El mismo autor (Ferragud) indica también, refiriéndose al reino de Valencia y a la Corona de Aragón, que los albéitares recurrían con más frecuencia a esclavos (cautivos sarracenos) andalusíes o magrebíes[22], ya que solía tratarse de adultos, instruidos en el oficio (lo que incrementaba su precio de adquisición) y capaces de trabajar autónomamente, lo que en ocasiones originaba mayor fama del esclavo que de su propietario (lo que está documentado fehacientemente[23]). Dichos esclavos, aún cuando fuesen liberados en razón de su buen trabajo y su excelente formación, eran impedidos para trabajar como albéitares, ya que las ordenanzas gremiales se cuidaban de excluir libertos, y sus descendientes, así como moros y judíos[24].
Finalmente, en las profesiones sanitarias era frecuente el establecimiento de un contrato de aprendizaje, que ante fedatario público dejaba claramente explicitado el compromiso del aprendiz (y sus padres) y del maestro. En este caso, aunque tenemos escasa constancia documental en albéitares, podemos utilizar el contrato que bien describe Martín Santos[25] para un aprendiz de cirujano-barbero del siglo XVII, en que ya, obviamente, se cuidaban mucho las formas.
Las denominadas “cartas de asiento”, “asiento de aprendiz” o “contrato de aprendizaje”, se formalizaban cuando el aprendiz era extraño al establecimiento. En una carta de asiento para un barbero-cirujano se pueden recoger las obligaciones inherentes al dador y al tomador del servicio, a saber:
El maestro se comprometía a:
– Un determinado tiempo de estancia para el aprendizaje.
– Manutención, vestido y cobijo.
– Proporcionarle el material de trabajo.
– Si estuviese enfermo, tratarlo médicamente los primeros ocho días.
– En el caso de no enseñarle lo suficiente, mantenerlo con sueldo hasta que aprenda el oficio.
Por su parte, el aprendiz (su padre) asumía los siguientes compromisos:
– Pagar la cantidad estipulada por la formación.
– Responsabilizarse, en caso de fuga del aprendiz, a sustituir su ausencia con un oficial de apoyo al maestro.
– Hacerse cargo del tratamiento médico en caso de enfermedad de duración superior a los ocho días.
Como se deduce fácilmente, la experiencia en este tipo de tratos deja claros cuáles podían ser los problemas más habituales, frente a los que se trataba de establecer las correspondientes salvaguardas.
Es importante la noticia que nos proporciona Cifuentes[26] acerca de un contrato de aprendizaje con un mariscal de Puigcerdá, ya en 1294-95, y otra posterior, en 1373, pero sin duda es muy importante saber que a finales del siglo XIII ya se hacían contratos para la enseñanza del oficio.
De esta forma, pues, nos encontramos con un alumno que va a aprender una profesión. Sus características, como hemos visto, responden a las de un niño o joven, que sabe leer y escribir, en una casa con otros aprendices u oficiales de distinta edad y a cargo de un maestro.
Por lo general, en casa del maestro había textos de albeitería que leer, inicialmente copias manuscritas y posteriormente, con la diseminación de obras impresas, libros de distintos autores[27], y fundamentalmente la propia actividad diaria.
Curiosamente, lo que en nuestra opinión, y lógicamente según actitudes y aptitudes tanto del maestro como del aprendiz, era y es una muy buena forma de enseñanza, otros autores lo consideran un mal sistema, y así la enseñanza por pasantía, que García Ballester[28] denomina “sistema abierto” para diferenciarlo del universitario, acabaría siendo el sistema mayoritario por excelencia.
Sabemos que toda la pedagogía medieval en los Estudios Generales (universidades) se basaba en la lectura técnica de los textos de referencia para cada época. La lectura a cargo del maestro tenía diferentes aproximaciones, que podían ir desde la interpretación del texto y el análisis de lo que se pretendía decir, hasta las posibilidades de aplicación del mismo. Precisamente a partir de la profundización en el texto, se iban desgranando las preguntas y respuestas que a posteriori constituirían los exámenes correspondientes, de modo que la memorización de preguntas y respuestas tendría una importancia fundamental. Y no olvidemos que el ejercicio de la memoria, antes que el análisis, todavía prima en algunos (demasiados) exámenes y oposiciones.
Por tanto, no hay por qué pensar que la técnica de enseñanza empleada entonces para la albeitería era muy distinta conceptualmente a la que seguimos ahora en la enseñanza de la clínica. No cabe imaginarse la actuación del albéitar de manera distinta a la ya utilizada y descrita en las civilizaciones sumeria o egipcia, con una inicial anamnesis, incluyendo exploraciones o tratamientos anteriores; una cuidadosa exploración del animal para extraer los síntomas correspondientes (evidentes o no); la tradicional integración de los mismos, junto con los conocimientos del maestro, para, a través de un diagnóstico diferencial, establecer nuevas pruebas o tratamientos iniciales. El diagnóstico presuntivo y/o diagnóstico cierto. Las indicaciones terapéuticas, higiodietéticas y el pronóstico correspondiente, seguido de las reinspecciones necesarias hasta llegar a la salud completa o bien a un estado compatible con la utilidad esperada del animal.
Obviamente los cambios vendrían de la mano de una serie de factores como son la base científica de los conocimientos disponibles, la información al alcance, y fundamentalmente la experimentación (tampoco directamente descartable en su época).
Sin embargo, en los distintos autores que han escrito sobre este asunto en veterinaria, podemos encontrar distintas opiniones. Así, Medina[29] opina que se trataba de un estudiante o aprendiz que se formaba con la práctica; que entendía más tarde con la teoría; que llegaba a conceptos generales a través del hecho aislado que conocía, para buscar después su interpretación causal, al revés de la técnica más tarde en uso. Idea que ya antes Sanz Egaña había dejado anotada en su obra.
De igual modo, Sanz Egaña[30] parece conforme con el sistema de enseñanza descrito. Indica que este modo de aprender, que posteriormente se llamaría “pasantía”, permitía que el aprendiz, prestando atención a la técnica manual y estudiando con interés las lecciones teóricas, lograse una conveniente preparación profesional muy favorecida por la convivencia, trato y consejo diario del hábil maestro.
Por el contrario, a Dualde[31], por cierto nuestro más citado especialista en la materia, no le parece una práctica adecuada a tenor de sus palabras:
“La pasantía llevaba consigo la falta de convivencia con otros intelectuales de la misma profesión o afines, lo que impide impregnarse del espíritu universitario, tan necesario para mentalizarse de la necesidad de una sólida y actualizada formación intelectual”.
“Por último la pasantía quedó fuera de las líneas de investigación y experimentación científicas, coordenadas fundamentales del quehacer universitario, así como de establecer contactos e intercambios de ideas con profesionales de otros países”.
Dualde ve la pasantía prácticamente como la raíz de todo mal, al afirmar “…la enseñanza por pasantía les impidió actualizar sus conocimientos y contribuir al progreso científico”.
En nuestra opinión, creemos que Dualde sobrevalora la institución universitaria bajomedieval e infravalora la enseñanza por pasantía, por cierto empleada en todas las profesiones sanitarias, lo que no impediría el avance de las ciencias biomédicas. Cabe recordar que las universidades son escasas, habitualmente lejanas, muy caras, y producen muy pocos egresados, que además no por haber sido formados en la universidad quedan al abrigo de las leyes del mercado y de la exposición pública de sus aciertos y fracasos, lo que como todos sabemos origina que el médico universitario pueda vivir de sus ingresos o no.
Además, las características propias de la universidad bajomedieval se apoyan en la técnica de la lectio-questio ya descrita, y bien es cierto que proporciona una mayor preparación cultural general del estudiante, a través de la formación para la obtención de grados (bachiller, licenciado y doctor), a partir de un mayor tiempo dedicado al estudio. Sin embargo, sí es cierto que el haber estudiado en la universidad permitía a los escasos físicos (médicos) egresados, comportarse en los niveles superiores de la sociedad (no así para el pueblo llano, incapaz de diferenciar salvo por sus acciones) como los auténticos monopolizadores del poder político sobre todo tipo de sanadores no universitarios.
También cabe criticar la idea maximalista que relaciona, para el período considerado, universidad con innovación, experimentación o progreso científico, y pasantía con todo lo contrario. Hay que recordar que precisamente a partir del Renacimiento, universidad y escolasticismo son sinónimos de inmovilidad y ranciedumbre, al extremo que las innovaciones, los cambios, la investigación y experimentación tienen lugar fuera de la universidad, surgiendo, entre otros movimientos, la creación de las Academias[32] en el siglo XVI, como reacción al inmovilismo escolástico a lo largo de varios siglos.
Por último, pero no por ello menos interesante, hasta 1793, fecha de la fundación de la primera Escuela de Veterinaria, todos nuestros albéitares aprenden su profesión por el sistema de pasantía, lo que no impide el avance y el desarrollo de la albeitería, con una excelente cosecha en los siglos XVI y XVII, que proporciona albéitares cultos, expertos, versados y en pie de igualdad con los mejores médicos o cirujanos, como un Francisco de la Reina, un Fernando Calvo, un Martín Arredondo, y tantos otros.
Tampoco hay que perder de vista el hecho demostrado de que en los enseres recopilados por los notarios tras el fallecimiento de albéitares se podían encontrar libros, no sólo de albeitería, sino en ocasiones, libros de medicina[33], como por ejemplo el de Guy de Chauliac, libro estudiado en las universidades, lo que indica claramente la amplitud de miras en cuanto a estudiar obras no exclusivamente de albeitería, y que durante el siglo XVI tendría su máximo apogeo con Fernando Calvo, consultor de decenas de textos de toda índole.
Pero continuando con la formación del albéitar, y siguiendo otra vez a Dualde[34], en la normativa de las ordenanzas gremiales -por él estudiadas en profundidad- en el reino de Valencia se establecían varios estadios en el desarrollo del aspirante a albéitar.
Así, el primer paso era la condición de aprendiz, que debía inscribirse en el gremio para su control; requería la limpieza de sangre y la renovación de la inscripción cada año mientras durase la fase de aprendiz. Se trataba de un periodo variable que podía ser de 4 años (en Valencia), 3 años en otras ciudades, o reducirse a 2 años si se trataba de un hijo de albéitar.
Tras dicho tiempo se pasaba al estadio de oficial, una vez hubiese concluido el tiempo de aprendizaje acordado. En este caso se utilizaban ya una suerte de “cartas de presentación” que incluían la certificación del tiempo transcurrido como aprendiz y el informe del maestro. Esta condición, en algunos casos, ya requería de examen. El tiempo que debía transcurrir como oficial también era variable según distintos lugares, entre uno y cuatro años, siendo lo más habitual de dos. Aunque se podía pagar al tribunal una libra por cada mes que faltase para completar el tiempo requerido antes de ser presentado al examen, lo que, al parecer, originaría más de un abuso.
Finalmente, tras haber completado el tiempo estipulado como oficial, y habiendo cumplido los 20 años, se podía presentar al correspondiente examen ante el tribunal competente, aportando las cartas de presentación que daban cuenta de la trayectoria durante el aprendizaje y la oficialía, y apadrinado por un albéitar examinado y que actuaría como avalador.
De esta forma, y como bien señala Sanz Egaña[35], los gremios vigilaban escrupulosamente la formación tanto cultural como técnica de los nuevos agremiados, a través de una normativa que abarcaba desde el periodo formativo en su conjunto, hasta los requisitos necesarios para alcanzar el grado de maestro, incluyendo en ocasiones hasta el más mínimo detalle del protocolo correspondiente. Todo ello con la clara finalidad fiscalizadora y de control de un monopolio que mantiene un cuerpo cerrado de profesionales, que conserva o incrementa sus privilegios, ejerce una determinada influencia en la sociedad a la que sirve y controla la profesión y sus miembros, admitiendo sólo a quienes ellos desean. Además, claro está, de la fuente de ingresos que representaban los derechos de afiliación y de examen. Como es lógico, estas claras finalidades no le eran ajenas al poder establecido (el rey), lo que originó repetidos procesos de tira y afloja entre gremios, autoridades municipales y el rey del momento.
En realidad, las autoridades municipales, sin duda las más cercanas al ciudadano de a pie, son muy conscientes de los problemas surgidos con la práctica de aquellos que dicen ser lo que no son. Por ello, paulatinamente se van introduciendo medidas de control que persiguen verificar tanto el nivel de conocimientos, como la idoneidad de su práctica. Algo especialmente importan